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2 de diciembre de 2005

Fan mail - Cuando el ave se entierra en el alma / La flecha que se da vuelta y se clava a sí misma

Tenemos dos nuevos aportes de nuestro colaborador Alejandro Pérez Jaramillo. El primero es un fragmento de un bonito cuento del israelí Mijal Snunit. El segundo es del mexicano Juan José Arreola. Los anteriores están aquí y aquí.

El pájaro del alma (Mijal Snunit)

Hondo, muy hondo, dentro del cuerpo habita el alma. Nadie la ha visto nunca pero todos saben que existe.


Y no sólo saben que existe,
saben también lo que hay en su interior.

Dentro del alma, en su centro, está, de pie sobre una sola pata, un pájaro: el pájaro del alma. Él siente todo lo que nosotros sentimos.


Cuando alguien nos hiere, el pájaro del alma vaga por nuestro cuerpo, por aquí, por allá, en cualquier dirección,
aquejado de fuertes dolores.

Cuando alguien nos quiere, el pájaro del alma salta, dando pequeños y alegres brincos, yendo y viniendo, adelante y atrás.

Cuando alguien nos llama por nuestro nombre, el pájaro del alma presta atención a la voz, para averiguar qué clase de llamada es esa.


Cuando alguien se enoja con nosotros, el pájaro del alma se encierra en sí mismo silencioso y triste.


Y cuando alguien nos abraza, el pájaro del alma, que habita hondo, muy hondo, dentro del cuerpo, crece, crece, hasta que llena casi todo nuestro interior. A tal punto le hace bien el abrazo.

Hasta ahora no ha nacido hombre sin alma. Porque el alma se introduce en nosotros cuando nacemos, y no nos abandona ni siquiera una vez mientras vivimos, como el aire que el hombre respira desde su nacimiento hasta su muerte.

Seguramente quieres saber de qué esta hecho el pájaro del alma.
¡Ah! Es muy sencillo: está hecho de cajones y cajones, pero estos cajones no se pueden abrir asínada más. Cada uno está cerrado por una llave muy especial. Y es el pájaro del alma el único que puede abrir sus cajones. ¿Cómo? También esto es muy sencillo: con la otra pata.

El pájaro del alma está de pie sobre una sola pata; con la otra -doblada bajo el vientre a la hora del descanso- gira la llave, moviendo la manija y todo lo que hay dentro se esparce por el cuerpo.

Y como todo lo que sentimos tiene su propio cajón, el pájaro del alma tiene muchísimos cajones: un cajón para la alegría y un cajón para la tristeza, un cajón para la envidia y un cajón para la esperanza, un cajón para la decepción y un cajón para la desesperación, un cajón para la paciencia y un cajón para la impaciencia. También hay un cajón para el odio y otro para el enojo, y otro para los mimos. Un cajón para la pereza y un cajón para nuestro vacío, y un cajón para los secretos más ocultos (este es un cajón que casi nunca abrimos). Y hay más cajones. También tú puedes añadir todos los que quieras.

A veces el hombre puede elegir y señalar al pájaro... Qué llaves girar y qué cajones abrir.
Y a veces es el pájaro quien decide.

Por ejemplo: el hombre quiere callar y ordena al pájaro abrir el cajón del silencio; pero el pájaro, por su cuenta, abre el cajón de la voz, y el hombre habla y habla y habla.

Otro ejemplo: el hombre desea escuchar tranquilamente,
pero el pájaro abre, en cambio, el cajón de la impaciencia: y el hombre se impacienta. Y sucede que el hombre sin desearlo siente celos; y sucede que quiere ayudar y es entonces cuando estorba.

Porque el pájaro del alma no es siempre un pájaro obediente y a veces causa penas...


De todo esto podemos entender que cada hombre es diferente por el pájaro del alma que lleva dentro.
Un pájaro abre cada mañana el cajón de la alegría; la alegría se desparrama por el cuerpo y el hombre está dichoso. Otro pájaro abre, en cambio, el cajón del enojo; el enojo se derrama y se apodera de todo su ser. Y mientras el pájaro no cierra el cajón, el hombre continúa enojado. Un pájaro que se siente mal abre cajones desagradables; un pájaro que se siente bien elige cajones agradables.

Y lo que es más importante: hay que escuchar atentamente al pájaro.
Porque sucede que el pájaro del alma nos llama, y nosotros no lo oímos. ¡Qué lastima! Él quiere hablarnos de nosotros mismos, quiere platicarnos de los sentimientos que encierra en sus cajones.

Hay quien lo escucha a menudo.
Hay quien rara vez lo escucha. Y quien lo escucha sólo una vez. Por eso es conveniente ya tarde, en la noche, cuando todo está en silencio, escuchar al pájaro del alma que habita en nuestro interior, hondo, muy hondo, dentro del cuerpo.

Parábola del trueque (Juan José Arreola)


Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.

Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.

Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.

Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.

Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.

Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.

Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.

Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.

Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.

Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.

El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.

Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.

El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.

Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.

Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.

Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.

Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

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